Es sabido que Ramón López Velarde inició su trayectoria como escritor y como poeta en Aguascalientes, lugar al que llegó con su familia, procedente de Zacatecas, en 1902. Aquí estudió en el Seminario Conciliar y luego, en el Instituto de Ciencias. En la primera institución realizó el equivalente a los estudios secundarios, en el segundo, lo relacionado al bachillerato. Aquí tuvo como amigos, entre otros, a Enrique Fernández Ledesma a Saturnino Herrán y a José Villalobos Franco y tuvo como mentores a Amando J. de Alba y a Eduardo J. Correa, Con los tres primeros fundó una revista juvenil de nombre “Bohemio”. Por su parte, Eduardo J. Correa lo invitó a participar en su periódico El Observador, donde un jovencísimo López Velarde empezó a ejercer la crítica literaria y a ensayar la prosa poética con la que produciría después sus textos tan entrañables como valiosos.
Su columna, titulada “Semanales” apareció entre mayo de 1907 y julio de 1908 y sus 18 colaboraciones -firmadas con el seudónimo de Aquiles- fueron recogidas hace algunos años por Guillermo Sheridan y están publicadas en el libro “Ramón López Velarde. Correspondencia con Eduardo J. Correa y otros escritos juveniles. (1907-1913)”. Por estas colaboraciones nos podemos hacer una idea de cuáles fueron sus primeros intereses literarios y qué poetas estaba leyendo. Asimismo, podemos constatar cómo se decantaba del romanticismo y cómo sus creaciones se fueron acercando a un modernismo cada vez más trabajado y pleno. Mencionaba su admiración por Manuel José Othón, autor de “El idilio salvaje”, le parecían ejemplares los poemas de Amado Nervo, y “Las campanas de la tarde” de Francisco González León, el poeta de Lagos de Moreno, merecieron sus ponderados comentarios.
También tuvo palabras elogiosas para el poemario “En la paz del otoño” de Eduardo J. Correa. En esos años devino su proceso para encontrar “el metal de su voz”, como le confiaría él mismo, en una carta a su amigo. Esta imagen, con un énfasis en la sonoridad, es propia de un poeta con tan fina capacidad de experimentar y transmitir su mundo interno a través de metáforas sensoriales. Esto se relaciona con un comentario que hiz a uno de los poemas de Correa, titulado “El afilador, “porque sus versos me han sonado modernos y me han animado a hacer otros igualmente modernos”. Se refería a su poema titulado “El piano de Genoveva”. Vale la pena hacer un breve análisis del mismo, porque si a primera vista no parece un poema muy distinto a los de los escritores románticos mexicanos, ya desde la primera estrofa nos sorprende con un encabalgamiento, que rompe con la marcada sonoridad de las rimas consonantes y sugiere tonalidades distintas:
“Piano llorón de Genoveva, doliente piano/que en tus teclas resumes de la vida el arcano;/piano llorón, tus teclas son blancas y son negras,/como mis días negros, como mis blancas horas;/piano de Genoveva que en la alta noche lloras,/que hace muchos inviernos crueles que no te alegras,/tu música es historia de poéticos males:/habla de encantamientos y de princesas reales,/de los pequeños novios que por robar los nidos/una tarde nublada se quedaron perdidos/en el bosque; y nos cuenta de la niña agraciada/que recibió regalos de sus once madrinas,/que no invitó a la otra a sus bodas divinas/y que sufrió por ello los enojos del hada.”
Luego de esta presentación que reúne varias evocaciones de los cuentos de hadas, viene una estrofa completamente intimista y apegada a un recuerdo fúnebre del hablante lírico:
Me pareces, oh piano, por tu voz lastimera,/una caja de lágrimas, y tu oscura madera
me evoca la visita del primer ataúd/que recibí en mi casa en plena juventud.
Los versos largos, de catorce sílabas, están marcados por una cesura, que separa en dos hemistiquios cada línea versal, y permite al poeta la naturalidad de personificar al objeto y dirigirse a éste como a una representación de sí mismo. “Piano de Genoveva, te amo por indiscreto;/de tu alma a todo el mundo revelas el secreto;
cuentas, uno por uno, todos tus desengaños. //Piano llorón, la hermosa más hermosa del valle/se nos ha vuelto triste porque tiene treinta años/ y no hay por todo el pueblo quien ronde por su calle.
Todo este impulso lírico culmina de manera estupenda en la última estrofa: Genoveva, regálame tu amor crepuscular:/esos dulces treinta años yo los puedo adorar. / ¡Ruégala tú que al menos, pobre piano llorón, / con sus plantas minúsculas me pise el corazón. Aquí ya están presentes muchos de los temas que serán el leimotiv del poeta. Los amores imposibles y a la vez tan deseados. La alusión a los treinta años, nos lleva a recordar la premonición que tuvo de su muerte a los treinta y tres, en 1921. Este año en que se cumple un centenario de su fallecimiento, nuestra ciudad celebra su paso por esta tierra, donde el poeta comenzó a encontrar “el metal de su voz”
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