Correa en la cúspide del poder, glorificado por las fuerzas marxistoides.
Por Carlos Enrique Lasso Cueva
- Este análisis corresponde a un hombre de letras de la izquierda genuina, poeta y ensayista y de militancia activa, que muestra la farsa de la Revolución Ciudadana y del socialismo del siglo XXI. Falleció hace poco y entre sus últimas producciones aparece este enfoque de los años del correato que soportó el país:
Ya se fue el señor “lamparoso”.
El antiguo niño pobre que estuvo predestinado para la presidencia de Macondo, y que se desquitó tantas horas tristes y frustrantes con el boato, que se elevó al máximo grado, para divinizarlo, hacerlo aparecer como el más portentoso...se supone que así superó antiguas tristezas.
Sirenas, motocicletas, caravanas de carros para transportarlo impresionantemente de un sitio a otro, anunciando que pasaba el dechado de virtudes, el mesías de la farra que ahora no tuvo freno ni cortapisas, el ungido sacerdote del culto a sí mismo.
Soñó a lo grande su misión, creando ministerios grandilocuentes e innecesarios en un país que debía ser administrado ahorrativamente, llegando al ridículo de crear esa cartera del Buen Vivir, y encontró a un necesitado inconsciente que la ocupe.
No tuvo la talla de los pocos mandatarios de categoría que aquí ha habido: adquirió dos aviones para su talla de "líder mundial", mientras otros presidentes aún viajan en líneas comerciales: eso hacía Rodrigo Borja.
Careció del desinterés campechano y francote de Yerovi, a quien tampoco niveló en talento práctico para solucionar cosas (bueno, Yerovi no necesitaba compensar viejos traumas), no tuvo la conducta democrática, elegante, señorial, pluralista y respetuosa de un Galo Plaza Lasso.
Le fue ajeno el criterio constructivo de un isidro Ayora, que con los fondos insignificantes de aquella época inició el más grande plan de carreteras, dio luz eléctrica a muchos cantones, hizo la gigantesca obra -para aquella época- de alcantarillar Guayaquil, y dejó entidades básicas como el Banco Central, la Contraloría, la seguridad social...
La naturaleza no le dotó siquiera del buen humor de Otto.
Y no tuvo el afán nacionalista de un Rodríguez Lara...el haber permitido que se queden las multinacionales telefónicas Claro y Movistar lo señala.
Le vimos tenso, tieso, hirsuto, renegando casi de todos, despellejando adversarios aprovechando el poder y la brutal cobertura mediática que ideó para sí mismo sin consideración ni prudencia alguna.
Prometió una revolución ciudadana en un paisito hambriento de justicia y democracia, pero sólo administró el bono solidario clientelarmente, y se dedicó a construir obras infiscalizables... Enemigo de la fiscalización que quedó proscrita y archivada en su gobierno, cosa que no es un buen síntoma cívico.
Inundó al pobre pueblo con una propaganda abundante, estrepitosa, millonaria, anonadante. Fue incapaz de escuchar a nadie. Él tenía la única verdad suprema, la razón absoluta. Fue la antítesis de un estadista democrático. Empobreció la de por si escaza cultura ciudadana de Macondo, apasionadamente. No fomentó el diálogo fecundo y constructivo sino el ataque a discreción, la descalificación absoluta.
Sin autocontrol emocional alguno, se bajaba de la caravana portentosa para perseguir a ciudadanos del estado llano que le hicieron alguna seña....no me imagino a un Charles de Gaulle haciendo esa ridiculez que daba vergüenza ajena.
Fue a meterse imprudentemente en el cuartel de la Policía en Quito...
Golpeó al que pudo desde su sillón presidencial que convirtió en una especie de supremo trono, creando una mala escuela política de odio, rencor, afanes vengativos. Este ex-presidente jamás podrá caminar solo y tranquilo por las calles como tantos otros: necesitará siempre la protección de un fuerte equipo de guardaespaldas.
Parece ser que su misión no fue la de servir, simplemente, modestamente, sino la de engrandecerse a sí mismo aprovechando la coyuntura. Y fue incansable su histriónico show sabatino - democrática y económicamente innecesario, pero tan conveniente para su ego que recordaba tristes días de dura pobreza, que le hacía sentirse "dueño del país". Ahí encontró su recompensa interior. En ese show -que aparentaba ser un informe de labores- encontró su realización espiritual.
Declaró que el presidente de la República era el jefe del Estado y de todas las funciones del mismo, y obró en consecuencia, desbaratando la institucionalidad republicana. Se sintió un Luis XIV en una pequeña nación petrolera y bananera del tercer mundo, pero no tuvo la clase de ministros que este tuvo: no se rodeó de gente insigne sino de principiantes anónimos que recogió en el camino. Deja en herencia una "insignificante" deuda.
A los que lo apoyaron en su primera campaña los persiguió implacablemente. Recuerdo que Rodrigo Borja para posesionarse de la presidencia en el Congreso, llegó en la modesta furgoneta en la que hizo su campaña. Este otro hasta el día final se comportó como emperador romano, y llegó a entregar el cargo con la comitiva propia de un César.
Deja aeropuertos en Santa Rosa y El Tena, escuelas del milenio que complicaron la vida a miles de niños campesinos, y ese campo en Manabí - que costó más de mil millones de dolaritos- donde nunca se construyó la refinería anunciada en el primer año de su - como dicen algunos- medio caligulesco gobierno.
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