Morir bajo el silencio de las campanas
Esta novela histórica (Quintanilla, Ediciones, 2020), cuya línea de acción está ubicada en los años de la Guerra Cristera y en el ámbito de Aguascalientes, es el producto de varios años de investigación y trabajo de dos autores: Cecilia C. Franco Ruiz Esparza y Felipe Ruiz de Chávez, quienes lograron la reconstrucción literaria e histórica de una etapa particularmente intensa y crucial para entender la identidad de los aguascalentenses, pero también para vislumbrar el misterio del ser mexicano.
Me atrajo desde el título: “Morir bajo el silencio de las campanas”, pone al lector frente a una fuerte expectativa. La novela anuncia, desde este paratexto, que sus protagonistas, un hombre y una mujer, cuyas fotografías aparecen en la portada, podrían tener un destino infausto. Entre ambos, la imagen de la fachada del templo de San Marcos nos lleva casi de inmediato a la etapa de la suspensión de cultos.
Así, podemos entrar en los pormenores de una narración a dos manos, donde, con un estilo fresco y elegante, sin dejar de ser claro y sencillo, vemos cómo los autores nos presentan la historia de un idilio entre Ignacio Ruiz de Chávez, (hijo de don Felipe Ruiz de Chávez, quien fuera gobernador de Aguascalientes en 1897) y Lupe Ybarra Pedroza. Este hilo conductor -que lleva de la mano al lector por trece apartados, que en su interior se desglosan en capítulos más breves- es una hermosa ficción literaria para presentarnos una tajada de la historia de Aguascalientes y de los personajes protagónicos en la etapa conocida como guerra cristera. Todo da inicio en mayo de 1926, cuando, en la Tenería El Diamante, propiedad de Felipe Ruiz de Chávez, dos personajes se duelen de la entrada en vigor de la ley Calles, que prohibía la enseñanza religiosa en las escuelas y confiscaba las propiedades de las instituciones eclesiásticas. A partir de ahí, empiezan a desfilar por los capítulos subsiguientes, personajes tan conspicuos como Conchita Aguayo, maestra y enfermera y amiga de los intelectuales y los artistas de Aguascalientes. Los sacerdotes Felipe Morones y Porfirio Ibarra, los Obispos Juan Navarrete e Ignacio Valdespino. En las tertulias y reuniones de la ACJM y de los Caballeros de Colón se hacen comentarios retrospectivos respecto a Alberto Fuentes Dávila, quien gobernó a Aguascalientes de manera arbitraria en la primera década del siglo XX; capítulos más adelante se habla del motín de San Marcos, con su secuela de muertos, heridos y prisioneros políticos, para contextualizar la atmósfera tensa que se va acrecentando y que terminará por precipitar las acciones en uno y en otro bando. Por parte del gobierno posrevolucionario de Calles (la Plutarca), se acentúan restricciones y agravios, por parte la iglesia católica mexicana se procede a la suspensión de cultos y con esta controvertida decisión se propicia la guerra armada.
Se agradece que esta novela -según nos informan en los agradecimientos, estuvo ampliamente documentada- haya sido escrita con imparcialidad y que presente las dudas, las contracciones, los vacíos. A través de los personajes se analizan las decisiones controvertidas, se manifiestan los criterios diversos y se trata de profundizar en los misterios de personalidades como la de Joaquín Amaro, Secretario de Guerra y Marina de Calles, cuyas contradicciones se advierten en las cartas que su esposa, Elisa Izaguirre, dirigió a Conchita Aguayo, según la novela.
De manera magistral, la aproximación a esa historia política y social se complementa con una destallada y amorosa mirada a la vida cotidiana y en ese ámbito resplandecen los personajes femeninos. Desde la “Mamá China”, quien orientaba a sus hijas con perspicacia a la hora de elegir pareja: “los ángeles dan alazos y los diablos colazos”, hasta Mercedes Ibarra y su pensamiento abierto y avanzado: “bienvenida a la modernidad, muchacha, siempre será mejor ser pelona que trenzona”. Se reconoce que los autores aludan a personajes históricos como Pachita Tostado (Francisca Álvarez Tostado), mujer invidente, que fue tejedora, catequista y promotora de la construcción del templo al Espíritu Santo. En fin, el mundo cotidiano de mujeres y hombres, de gente de clase alta, pero también de los peones, de miembros de la servidumbre y el pueblo está ampliamente recreado, pues los autores recuperan oraciones, dichos y refranes, canciones, poemas, recetas de cocina -como la famosa rosca alemana- pero igualmente exponen las pláticas y reflexiones que tenían los personajes femeninos respecto a conquistar derechos como el voto; se ostenta la máxima de: “leer para tener criterio y actuar en consecuencia”. p. 315; se alude a mujeres que sanaban el cuerpo y el alma con su gran sabiduría ancestral. p. 349. Como culminación, la narradora deja caer esta perla que sintetiza sus reflexiones: “Todas las mujeres casadas que conocía, buscaban una forma de dispersarse del barullo de la casa. Unas se refugiaban en la cocina por la tarde a hornear galletas o pasteles o a preparar dulces, otras salían de visita, algunas rezaban el rosario en el templo o realizaban obras pías; otras más invitaban a las amigas a bordar, a tejer o a deshilar. Era como si crearan sus propios jardines, como si inventaran un oasis de deleite en medio de la monotonía de la vida cotidiana”. p. 428. La novela cierra con dos Epílogos: el primero resume la situación política y social de México después de abril de 1927, cuando se dieron los acuerdos entre la Iglesia y el Estado para el cese de la guerra. El segundo, presenta unas breves semblanzas sobre los participantes en estos hechos históricos.
En fin, una lectura que se disfruta en varios niveles.
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